viernes, 28 de mayo de 2010

* Contextualización

INSTITUCIÓN EDUCATIVA MONSEÑOR GERARDO VALENCIA CANO

SECCIÓN LA PORTADA


¿Qué hablamos cuando tenemos miedo de hablar?


Capítulo Uno


Notas de Diario de un profesor nómada en el día miércoles 03 de febrero de 2010:

Caminante, no camines si sabes a dónde vas a llegar.

5:09 a.m.


Una antigua y estrepitosa voz muy familiar oíase de nuevo mientras dormía, al igual que cientos de bellanitas más. Era el mismo “bla, bla, bla” de siempre. Sobresaltado, despierto, estiro la mano, tomo del cuello al dueño de la ruidosa señal y lo silencio al oprimir su oscuro ojo de plástico en alto relieve. Observo que en su frente están marcados tres números; dos puntos separan al de la izquierda de los dos de la derecha; los leo con lógica en mi mente: “5:09 a.m.”. Inmediatamente recuerdo qué pude haber soñado en las cinco horas que hube dormido, pues “tengo la certeza que los sueños son tan reales como la vida misma; siempre me traen un mensaje”, pero todo comenzó a disiparse gradualmente, como desaparecen las estrellas una por una, en ocasiones, a causa de cualquier espesa niebla, con el surgir de las ideas en escenas mudas que no se hacían esperar en llegar a mi mente; entre tantas sólo una permanecía resaltada como escrita en negrilla y en mayúscula y con un tamaño de fuente veintitrés:


LA ESCUELA.


Mientras sorbía un poco de café negro antes de salir de casa las otras ideas fueron convirtiéndose en cuestiones:


- ¿Cómo serán estos niños y estas niñas que visitaré? ¿Qué tendrán para decirme a mí y acerca de la vida? ¿Qué me dirán las paredes de la escuela según lo que han escuchado por tantos años? ¿Qué tendrán para decirme también las maestras más que un simple saludo y enseñarme una sonrisa que podría desaparecer al instante en algún corredor oscuro?



5:55 a.m.


Trato de convencerme de que el tiempo existe al mirar las manecillas del reloj de pulso que suelo llevar en mi brazo derecho: “Seis menos cinco de la mañana”. En dirección al metro reconozco el callado albor hasta que, un par de cuadras más adelante, doy con la calle principal por la cual circulan los buses de Bello en dirección al centro de la ciudad atiborrados de gentes que no conozco, de gentes que ni entre ellos mismos se hablan porque también habrán de desconocerse, y desde niños nos enseñaron que no debemos hablar con los desconocidos; estas gentes temen sonreírse, regalarse una sincera sonrisa, una mirada; estas gentes temen del que está sentado a su lado mirando un vacío a través de la ventana del bus, temen del que está parado sosteniéndose de las barras de aluminio mirando un segundo vacío a través de la misma ventana del bus; estas gentes temen de los venteros, de los raperos que cantan la misma canción una y otra vez cuyo significado no cambia –sólo cambian las personas-, temen de los comediantes que afirman que ahora es difícil hacer reír a la gente y me quedo asimilando tal certeza; podría, entonces, tomar uno de esos autobuses que pasan por la U. de A., compartirlo con esas gentes, “ermitaños” del siglo XXI, pero me disgusta ese medio de trasporte cuando circula por la ciudad; lo mismo sucede con los microbuses de color verde y letras amarillas en dirección al metro; prefiero caminar, por algo soy una persona nómada.



6:10 a.m.


Llego al Metro de Bello. Hay una fila de cinco microbuses verdes con letras amarillas de los cuales comienzan a descender personas cuyos nombres e historias desconozco (y recreen un paralelo en su mente sobre esta vieja y conocida escena de circo: más de veinte payasos saliendo uno tras otro de un mini auto en forma de escarabajo); no podría hablarles más acerca de lo que no sé ni conozco. En seguida, me doy cuenta de que soy el único que camina sin prisa. Me causa gracia. Ya, en la estación, llego a los torniquetes, saco mi billetera negra de LeSportsac que paso por encima del escáner de registro para que lea el chip de mi tarjeta Cívica y me genere el cobro del viaje. Me dirijo a donde sé que podré abordar por la tercera puerta del cuarto vagón del tren, pues allí, a pesar de ese mundo de gentes que temen siquiera mirarse, dedicarse un gesto amable, enviarse un cordial saludo de buenos días y por las gentes que abordarán más adelante, sobretodo en la estación Acevedo, no me sentiré como uno de los veinte cigarros dentro de su cajetilla hasta que deba descender en la Estación Universidad.



6… y algo a.m.


Al igual que otros cuantos estudiantes abandonamos el tren. Al bajar completamente me doy cuenta que, en la entrada para la universidad, hay una joven vestida de amarillo que me place observarla cada vez, porque ese color exigido que viste me recuerda a unas titánicas flores: los Girasoles. Y no importa quién se le acerque a esta joven, todos terminamos llevándonos una parte de su ADN.


Camino en dirección a la entrada y salida por Barranquilla de la Universidad en tanto ojeo ese periódico de difusión gratuita. Ya, al otro lado, observo buses en dirección a Santander, Bello, Copacabana, Barbosa, Girardota… no me interesan. Debo abordar el bus 260 A ó 260 B cuya leyenda en su cabecera rece Robledo y que, además, lleve escrito (supuse yo) en su letrero de destinos Villa Sofía o Villa Real o Santa Clara.



6:40 a.m.


Al fin aparece un bus blanco con líneas anaranjadas en sus costados que reza en su cabecera Robledo, pero el letrero de destinos me confunde, ninguno es el mío. Pretendo leer incluso 260 A ó 260 B, empero así no es. Una joven vestida toda de blanco, supuse que era una estudiante de enfermería, detiene este bus extendiendo perezosamente su delgada mano:


- ¿Lo abordo o no lo abordo?, me pregunto.


Otra joven y dos hombres con “pinta” de ser estudiantes universitarios también toman el mismo autobús.


- He ahí la cuestión, termino diciéndome; aún así me decido y subo. ¡Buen día, caballero!, saludo al conductor quien asiente con la cabeza, ¿Este es el 260 A ó B?

- El A, responde seria y secamente, y giro el torniquete y pago el viaje.


Había cinco personas más en el autobús, que estaba muy bien cuidado y con asientos cómodos. Tomo asiento al lado de la ventana casi en las últimas sillas. De inmediato el bus comienza a acelerar. Nació un malestar en mi forma de sentir al no saber en dónde debía bajarme. Después de pasar por debajo del puente de Coca-Cola el bus hizo una parada para otros pasajeros y entonces inhalé y exhalé profundamente y me dejé llevar. Recordé que el recorrido sería más o menos de quince minutos, máximo veinte, según César, el profesor de práctica. Llegar tarde era mi preocupación:


- ¡N’ah! Mejor comienzo a preocuparme cuando hayan pasado los quince minutos, me dije.



6:51 a.m.


- Señor, ¿me diría la hora?, me preguntó una señora que se subió en… en no sé dónde tras sentarse luego en una banca atrás de mí.

- Faltan veintidós minutos para las siete y trece, quise decirle, pero no estaba de humor como para hacer pensar verdaderamente a la gente en ese momento: Faltan diez para las siete, le dije, redondeando la hora.

- ¡Gracias!

- De nada.


Esa había sido la mejor plática hasta ahora.



6:59 a.m.


No había indicios de ninguna escuela; no importaba si llegase a perderme; cualquier excusa podría inventarme luego. Ya había dejado atrás un hospital; el Pablo Tobón Uribe; también un instituto técnico universitario que jamás llamaría mi atención, una facultad de medicina y enfermería de la Universidad Pontificia Bolivariana, una clínica Cardiovascular, un colegio de nombre Santa Bertilla, otra institución educativa, pero esta sin nombre a la vista, edificios elegantes, parques… pero ninguna escuela ubicada al lado de un parqueadero como lo hubo asegurado el profesor César. En el momento eran sólo casas y casas de ladrillo en contraste con otras en obra negra y otras ya pintadas abruptamente, sin gusto, (ninguna parecíame mejor que la otra) y tiendas y panaderías a los lados apenas abriendo y un gimnasio con puertas de par en par para los y las amantes del deporte y más casas ahora ubicadas por unas calles angostísimas de doble vía que llamaron mi atención, porque cuando un automotor viene del lado contrario no hay espacio suficiente para que los dos circulen al mismo tiempo a tanta velocidad como lo hacen; el uno debe esperar al otro que pase primero.


- Qué peligro con los niños y las niñas si juegan por aquí y estos conductores tan imprudentes, me dije. Señora, por casualidad usted sabe ¿dónde queda la escuela La Portada?, pregunté a la misma mujer que me pidió la hora anteriormente, con simulada confianza.

- Sí, está allí adelante. Espere que ya le digo dónde es.

El autobús se detuvo para que alguien pudiera bajarse. Un par de metros más también lo hizo y para que alguien más subiera. Y un par de veces más sucedió lo mismo. Es en esos momentos en los que diría: “Hijue…”.

- Vea, señor, es allí arriba, dijo la señora tocándome el hombro izquierdo con uno de sus dedos.

- ¡Oh, ya! ¡Gracias!, y no me respondió.


El autobús se detuvo cuando presioné el botón rojo. Me bajo y noto que todavía hay escolares, niños y niñas vistiendo una sudadera azul oscura y camiseta blanca (tejido en ella veía un escudo que desconocía) y otros niños con su jean azul y niñas con faldas a cuadros y con chaquetas color azul rey y con líneas rojas en los costados, acompañados por sus padres y madres de familia, ingresando a la escuela, un lugar erigido con ladrillo anaranjado en una falda (y más arriba montañas de casas), una malla rodeando gran parte de la institución, cuyo nombre tampoco aprecié en ningún momento desde mi frente y en el lugar donde debería estar se encontraban unas letras en color azul con blanco formando una oración: “Familia Portadista 12 Años”, también veía en este lugar una zona verde, palmeras, un naranjo en sus adentros cerca a una placa deportiva… resultó ser mejor de cómo me la imaginaba.


Desde el lugar donde me dejó el bus comienzo a ascender, pero antes debo cruzar la calle; una bifurcación en cruz; noto que no tiene semáforos y la gran advertencia escrita en blanco y en mayúsculas, “ZONA ESCOLAR”, no se leía con claridad sobre el asfalto. Hay un resalto que los vehículos provenientes de la colina desobedecen al descender a una velocidad lejos de ser considerable. Me asombro de nuevo: “¿Cómo es posible?”.


Sin demostrar prisa, no como las personas en maratón en el interior de las instalaciones del metro tras escuchar el timbre de cierre de puertas del tren que se abalanzan de cualquier manera no importándoles a qué niño o niña, anciano o anciana, discapacitado o discapacitada o mujer en embarazo pudiesen lastimar, llego a la entrada de la institución; desde allí descubro, a mi derecha, el mencionado parqueadero y en la parte superior izquierda de su reja hay un letrero que reza Villa Real. Continuo, entonces, ingresando; hay un guarda de seguridad vistiendo un pantalón café oscuro, zapatos negros muy bien lustrados y una camisa de color crema con amarillo, pero lo primero que noto es su cabeza rasurada:


- ¡Buen día, caballero!, le digo.

- ¡Buenos días!, responde él educadamente, aunque guardando algo de distancia por el extraño.

- ¿Esta es la Escuela La Portada?

- Sí, esta es.

- Yo soy un estudiante de la Universidad de Antioquia. Busco a la coordinadora Ludin o a la profesora Aracelly… Aracelly Murillo.

- La coordinadora todavía no ha llegado, pero la profesora Aracelly sí está. Ella está en la sala de profesores.


De inmediato, el guarda le pide a una niña, que llevaba su cabello suelto y bien peinado, que me indicara el camino, ella callaba y en mi mente me preguntaba “¿qué tendrá para decirle al mundo esta niña?, en esos momentos aparece tras mis pasos mi compañera Sonia preguntando al celador, de cierta manera, lo mismo que yo. Agradezco al guarda en tanto leo la palabra “Henao” escrita en la camisa de su uniforme y mientras Sonia y yo seguimos los pasos de aquella niña hasta la sala de profesores voy leyendo la hora en mi reloj.



7:07 a.m.


Leía en mi reloj las siete y siete minutos de la mañana. Ahora, si le restaba los cinco minutos que tiene adelantados, entonces...


En la sala de profesores, ubicada en el segundo piso de la institución, encuentro a varias mujeres, ninguna de avanzada edad y una más joven que todas las demás, y muy joviales, carialegres, educadas; una de ellas vestía el delantal típico de profesora de preescolar ornado con dibujos infantiles.


- ¿Y tú para qué grado vienes?, me preguntó una de ellas.

- Para el grado cuarto, le respondí.

- ¡Ah! Le toca con Aracelly. ¡Aracelly, vea, la buscan! ¡Llegó su practicante!, terminó diciendo; dibujó de pronto una sonrisa enorme en su rostro que asimismo desapareció haciéndome entrega.



Capítulo II

La profesora Aracelly Murillo


Ha de tener cuarenta y tantos años de edad porque, para mí, luce bastante joven, y como toda mujer que se distinga, esmerándose en su apariencia, y con maquillaje moderado, es decir, de esos que ni nos damos cuenta que lo llevan, pero que algo las hace diferentes. Su cabello negro y corto me recordó al que tuvo mi mamá alguna vez cuando se sintió de veras feliz al lado de mi papá en sus bodas de plata. De momento sentí su afabilidad. Camino al salón de clases estuvo muy sonriente y carismática, siempre sincera, pronunciando la palabra correcta en el momento correcto a la par con un tono de voz cálido, un tono de voz que me alertó en alguna parte entre mis sentidos y la razón indicándome parte de su firmeza, templanza, respeto en algún momento como actante. Subí con ella otras escalas, enseñóme de paso la sala de lectura de la institución; tiene ésta cinco mesas redondas, cada una con cuatro sillas alrededor; la iluminación es natural, sobreviene desde el extremo derecho –subiendo- y da vista al exterior; un armario da origen a la biblioteca compuesta por una aceptable cantidad de libros infantiles que me abrían sus puertas y ventanas; en frente, una puerta de color verde que da a la sala de sistemas y contiguo a esta, a la izquierda, el aula de clases del grado cuarto de primaria.


Decenas de estudiantes esperaban allí, en la sala de lectura, a la maestra, algunos me miraban con obvia extrañeza. Cuando ella abre la puerta los y las estudiantes entran al salón en fila, en completo orden y silencio, primero las niñas, luego los niños, ubicando respectivamente sus asientos.

- Bien pueda, Leandro. Siéntase como en su casa, me dijo Aracelly mientras entraba ella al aula.


Permanezco unos instantes en la puerta para realizar una vista panorámica del amplio salón, encuentro que a mi derecha hay dos tableros, el tradicional, verde y para tiza, y, además, largo, amplio, y el moderno, blanco, en acrílico para marcador y ubicado este en medio del primero, y arriba de ambos hállase situado un parlante, también una cruz, que me permitió imaginarme la figura de Cristo crucificado, y bajo esta una leyenda: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”. A mi frente encuentro el escritorio de la maestra y dos más en el rincón soportando una grabadora, algunos libros, por su volumen supongo que son libros de texto, una pila de cuadernos comenzando a desgastarse, obviamente son de los niños y las niñas, y un arrume de hojas, un ábaco y una pequeña bandera tricolor. Continúo por esa pared y observo el horario de clases que por poco lo paso desapercibido, debido a su tamaño, y arriba de este un televisor con su DVD sostenidos por unas barras de hierro, y en seguida una imagen de la Virgen María y unas figuras de ángeles a su alrededor. Ahora, en la parte de atrás, veo el acostumbrado cartel que dice “Cumpleaños”, contiguo está la biblioteca del aula, distingo y diferencio, a simple vista, los libros de texto y de literatura, y a continuación el rincón del aseo, escobas, traperas y un balde, y allí mismo advierto un dispensador de papel higiénico. Debo adentrarme para continuar con el recorrido visual y me ubico cerca al escritorio de la maestra y desde ese lugar puedo mirar rápidamente, al fondo, un gabinete de tres puertas cerrado con llave, ignoro qué secretos pueda contener, y a su lado un dibujo sin ningún escrito que lo acompañe, se trata de un niño tocando la flauta sentado en una grama, y termino divisando en el techo dos ventiladores y lámparas ahorradoras de energía que necesitan ser encendidas a pesar de la iluminación que las extensas ventanas del salón otorgan, y mientras hacía la rápida visualización observaba al estudiantado que me examinaba de pies a cabeza, sentados ahí, en sus pupitres individuales triangulados y de colores, muy curiosos, hasta divertidos me parecieron (descubrí, posteriormente, cómo es que se reúnen para trabajar en grupo y las figuras geométricas que forman al unir sus pupitres: dodecaedros, decaedros, hexaedros…). Después la profesora Aracelly saluda a sus estudiantes y ellos y ellas contestan a su saludo al unísono: “¡Muy bien, gracias profesora Aracelly! ¿Y usted?”, y después de que ella les contesta y les notifica de inmediato acerca de mi presencia, me cede la palabra. Tomo dos segundos para inhalar y dos para exhalar el aroma de escuela, el olor del aula que siento, asimismo percibo sus oídos despiertos prontos a escucharme. Esbozo una sonrisa interna que nace por el gusto de estar allí y no en Guarne o en Santa Rosa de Osos –dos opciones que contemplaba para realizar la práctica, pero había aceptado la tercera posibilidad antes de que la facultad me negase las dos primeras-. Esa cantidad de rostros pequeñitos, cuarenta y cuatro rostros diferentes –hubo un ausente en esta ocasión-; veinticinco son de niñas; dos muy semejantes, me entero que se tratan de Sara y Laura Ochoa Gómez, hermanas gemelas-, ochenta y ocho ojos expectantes que sin miedo de catalogar, enjuiciar, opinar, criticar, permanecían tan callados. Secretamente los comparo con los y las demás estudiantes que he encontrado en mi larga travesía, pero ello se desvanece tan pronto como los y las saludo tan sencillamente como acostumbro siempre con cualquier persona: “Buenos días, ¿cómo están?”, y ellos y ellas responden a coro: “¡Muy bien, gracias profesor Leandro! ¿Y usted?”. De inmediato concluyo que tal exigencia ha de ser igual en las aulas restantes. Esto me llamó tanto la atención que me llevó a recordar una institución en Guarne donde los estudiantes deben ponerse de pie para recibir y saludar al profesor o algún visitante. Y complemento la información que les dio la maestra.


- Leandro, si quiere ubíquese en mi escritorio, me dijo la profesora Aracelly: o si le parece siéntese con Jorge ya que su compañero no llegó; sin pensarlo acepto sentarme al lado de Jorge.


Me dirijo al lugar vacío al lado de Jorge. Él está ubicado una baldosa delante de la biblioteca del aula, y lo saludo con algo de camaradería antes de sentarme: “¡Qué tal Jorge!, ¿cómo vas?”. “Bien”, respondió tímidamente. Fue el primer nombre que me aprendí, Jorge, porque así se llama mi hermano menor, Jorge, y sin saber siquiera su principal característica, es decir, si se trataba o no del más “pilo” de la clase me aprendí, de inmediato, su nombre, Jorge. Me dispongo entonces a escuchar la clase, a escuchar qué tiene la profesora para decirle a los niños y a las niñas y lo que tienen los niños y las niñas para decirle a su profesora, me dispongo a escuchar lo que tienen todos y todas para decirse entre sí, hablarse, qué discursos crean por medio de qué ideas, a partir de qué temas generan diálogos, conversaciones, tertulias, coloquios, qué suscita en ellos y ellas curiosidad, inquietud, qué les permite razonar, llegar a la innovación, cómo lo hacen y si lo hacen a través de qué medios lo hacen.


- ¿Recuerdan lo que vimos la clase pasada? –pregunta la profesora Aracelly a sus estudiantes y en seguida dos niñas levantan la mano; la profesora cede la palabra a una de ellas: A ver, Angie, cuéntanos.

- Sobre la comunicación, responde ella.


Nuevas preguntas formula la profesora y pocos y pocas estudiantes levantan la mano; comienzo a diferenciarlos y a diferenciarlas y dos nombres más me aprendo: Angie y Vanesa. Transcurre media hora con la misma tónica, preguntas por parte de la maestra y respuestas por parte de sus estudiantes. Descubro que ninguno ni ninguna de los y las estudiantes le preguntan algo a su maestra, se limitan a responder lo que ella quiere o espera que ellos y ellas respondan.


- Profe’, yo tengo una enfermedad en las manos, me dice Jorge quedamente turbando mi atención por la clase.

- ¿Y de qué estás enfermo?, le pregunto con algo de curiosidad.

- Es que me sudan mucho las manos y me tengo que echar una pomada para que no me suden.

- ¿En serio? ¿Y cómo se llama esa enfermedad?

- Ah, yo no sé…, en ese momento la profesora anuncia a sus estudiantes que deben sacar el cuaderno para que escriban el significado de cada uno de los elementos de la comunicación, esto por medio de un dictado, y mientras sucede la profesora pasa por cada uno de los puestos observando cómo escriben y si en verdad están escribiendo.


El comentario de Jorge, o más bien, su forma de iniciar un diálogo entre él y yo, me pareció algo peculiar. Y esta peculiaridad logró que me formulara una pregunta: “¿Qué pretendía? ¿En verdad quería entablar una conversación, o se sentía incómodo o nervioso con mi presencia a su lado?”


Durante la clase los niños y las niñas sólo hablan con la profesora cuando ella les hace una pregunta. Si algunos o algunas tienen una duda, como la pregunta que me formuló Jorge acerca de cómo podía reconocer al emisor en las oraciones que la profesora escribió en el tablero, se quedan con ella. Asimismo pasó con otros estudiantes que estaban alrededor cuando escuchaban la explicación que yo le daba a Jorge. Uno de ellos dice que es por pura pena que no hablan o participan en clase. Más tarde me doy cuenta que sólo hablan, y espontáneamente, cuando la profesora no está presente en el aula o cuando la profesora trata un tema que es de su interés, es decir, que esté dentro de su competencia enciclopédica, en el contexto que frecuentan.


(Olvidé mencionar que en el instante previo del inicio de la clase hubo un momento donde la profesora les leyó una reflexión de un texto llamado “EL MAN ESTÁ VIVO”. Luego les compartió la moraleja que este escrito traía y ningún estudiante dijo nada al respecto porque la profesora nada les preguntó. Y bueno, me pregunto: “¿Qué pasó allí? ¿Qué oficio tiene ello? ¿Los niños y las niñas en verdad asimilaron el tema que trataba la lectura?”. Todo quedó en silencio, prácticamente podía oírse el susurro del viento atravesar por las ventanas y salir por la puerta del salón a toda prisa. La oralidad, el gusto por la conversación, el coloquio, el diálogo, la discusión, ¿no es algo que se practique o lleve a cabo actualmente en las aulas de las escuelas o colegios? Pareciera que no. Está bien que las personas ya no se hablen mientras van dentro del mismo autobús, el metro, o se encuentren en un supermercado… y que ese mutismo que los rodea sea por el simple hecho de que son extraños y como hablar con desconocidos no debe hacerse, pero dentro del aula es algo muy distinto. Son personas que han estado juntas desde años atrás, y aún así… esto no parece importar).


Regresando al transcurso de la clase, observo, inmediatamente, el trato respetuoso entre la maestra y sus estudiantes, mantienen una línea de distancia, de respeto por el espacio personal, íntimo que no cruzan a menos que la otra persona lo permita. Cuando los niños o las niñas van a responder alguna pregunta, o hablar, levantan la mano, es una exigencia que se practica dentro de esta aula y es sancionada, con un llamado de atención, cuando es quebrantada.


Durante las actividades algunos y algunas estudiantes aprovechan para hablar con su compañero o compañera de al lado, no con la profesora, a menos que sea algo que corresponda al ejercicio o de suma urgencia. Así descubrí al estudiante Sebastián Bermúdez que es fanático del fútbol y a Laura García que sólo le gusta escribir en la página derecha del cuaderno, a Cristian que le gusta decir incoherencias e interrumpir la clase con sus ruidos con el lápiz o el lapicero que tanto molestan a la profesora y a Camila con su gusto por los autoadhesivos de fruticas y princesas y a Sebastián Polo con su gusto por los álbumes de Dragon Ball AF.


Los ruidos, los niños y las niñas no pueden hacer ningún ruido con ningún elemento o acto posible porque es demasiado molesto para la profesora. Una carcajada por algo chistoso o curioso, supongamos que se trate de una mosca que le dio por volar con las patas arriba, que surja en un momento, es una acción prohibida. Arrastrar la silla o el pupitre un centímetro de su lugar para tomar el lápiz que se cayó, es un acto prohibido. La cartuchera que también se cae del puesto por acción de la fuerza de gravedad, es un acto prohibido. Un comentario cualquiera, en voz media baja o alta, por decir, “Sara prestame el sacapuntas”, o “Profe’, David no está haciendo la actividad”…, es un acto prohibido, y frente a lo último la profesora recalca: “Ocúpese por hacer lo suyo”; quizás parezca que exagero. Si los niños y las niñas son inquietos e inquietas en clase es porque el mundo provoca ese tipo de inquietudes en ellos y en ellas. Pero lo que más me preocupa es que no haya un esfuerzo, un instante especial para que los niños y las niñas enuncien todo aquello que tienen por decir acerca del mundo. Falta alguna clase de aliciente para que ocurra y ello me deja pensando, verdaderamente, en una posible solución, en crear alguna estrategia o material posible para que estos y estas estudiantes hablen, se expresen, conversen, dialoguen, pero que lo hagan concienzudamente y justa razón y que el maestro o la maestra también haga parte del ejercicio.



Capítulo III

Los y las estudiantes del grado Cuarto A


Estos niños y estas niñas, como toda persona, presentan características semejantes, otras muy peculiares, singulares, divertidas, cuestionables, cada vez que interactúan. Por ejemplo, los niños hablan y juegan con los niños y las niñas hablan y juegan con las niñas. Si en el aula o fuera de ella surge un tema en común es el mejor momento donde los niños se atreven a hablarles a las niñas y viceversa. Bueno, y ¿qué juegan? ¿De qué hablan?


Los juegos entre los niños, especialmente los niños con extraedad, son, obviamente, juegos donde evitan, o prefieren no tener contacto con las niñas, como el fútbol. Alguien les dijo a los niños que las niñas no pueden o no son aptas para jugar fútbol, por eso, de allí, las excluyen de inmediato y las “mandan” a saltar la cuerda, a deslizarse por las resbaladillas, a leer un libro en la sala de lectura, a cantar retahílas mientras palmean coordinadamente sus manos al estar reunidas en círculo, a sentarse en alguna escala a hablar con su mejor amiga mientras toman el desayuno de las ocho y cincuenta de la mañana. No obstante, siempre existen excepciones. Los niños que no son muy amantes al fútbol (recalco de nuevo este deporte porque es el que predomina en la institución) están con las niñas correteándose por los pasillos y el patio jugando a “la llevas” o “la traes”, como tradicionalmente se le dice a jugar “Chucha”.


Aquellos niños que no están jugando fútbol o correteando a otro niño o alguna niña hablan acerca de sus programas favoritos de la televisión, de videojuegos, de las travesuras que hacen por las noches con sus amigos de la cuadra, y hasta tienen tiempo para burlarse del pequeño que se tropieza y se cae en lugar de acercarse y ayudarlo a levantarse. Y aquellas niñas que no fueron excluidas en la cancha de fútbol, sino que se apartaron por voluntad propia, hablan acerca de quién va a representar el papel de la mamá, cuál de la tía, quién será la abuela y quiénes las hijas, o discuten someramente acerca de algún personaje en el libro que leen, o se secretean maliciosamente en alguna esquina, en especial las niñas con extraedad.


Descubro, además, a estos otros niños que no permiten que el compañerito de estrato más bajo que el suyo esté a su lado, lo ignoran, no le conceden un espacio en la conversación y si lo hacen no le prestan atención o se burlan o callan de acuerdo a lo que diga. Y están también estas niñas que rechazan a estos mismos niños que intentan encajar o ser parte del grupo, igualmente se burlan de lo que dice, o recrean gestos despectivos y de rechazo y si no funcionan toman a su compañerita de gancho y se alejan de lo que molesta.


Intervención


Para que un niño o una niña hablen o conversen sobre alguna cosa en particular es porque algo nuevo tuvo que haberles ocurrido en sus vidas. En este caso, mi aparición improvista en el aula, fue el tema principal de la entrevista realizada por algunos y algunas estudiantes de este grado en el momento del descanso. Respondí preguntas referentes a mi edad, estado sentimental, lugar de residencia, cuestiones relacionadas con la familia y mis hobbies. Y después del interrogatorio tuve la oportunidad para interrogarlos e interrogarlas con el fin básico de escucharlos y escucharlas hablar sobre sus materias favoritas, acerca de por qué son sus materias favoritas, qué es lo especial en ellas, es decir, si podrían ser parte de lo que quieren ser cuando grandes, y por qué escogieron esa carrera, qué tiene de importante, para qué quieren ser esa clase de profesionales, o sobre lo más divertido que creen que tiene la vida, qué los hace y las hace reír, llorar, tener miedo, incluso cuáles son sus hobbies, comida favorita y no favorita, qué tiene de bueno la primera y de malo la segunda, etcétera, etcétera, etcétera.


Mientras no esté un adulto acompañando sus conversaciones los niños y las niñas suelen burlar el lenguaje normativo o conductista o correcto. Las palabras ofensivas se dejan oír con fluidez si aparece algún conflicto entre ellos; entre las niñas es menos frecuente, sobre todo si no son las niñas con extraedad. Si van a mencionar una palabra que para ellas es soez o muy tosca prefieren deletrearla en lugar de pronunciarla con un solo golpe de voz o en últimas no darla a conocer de ninguna manera.


Peculiaridades


Los niños y las niñas hablan con sus maestras en el aula de clase sólo y nada más cuando ellas exigen que lo hagan. En los descansos las maestras se dirigen a ciertos lugares de la institución para tomar el papel de vigilantes y fijarse y estar alerta para que los y las estudiantes no se vayan a lastimar mientras juegan o no vayan a hacer algo indebido. Ninguna maestra habla con ninguno ni con ninguna de sus estudiantes en los descansos ni sus estudiantes frecuentan buscar a su maestra, ni a ninguna otra, para platicar con ella un momento sobre algo, y me pregunto, ¿por qué será? ¿Será que los niños y las niñas creen que sus maestras no entenderán su pequeño mundo infantil repleto de hadas, brujas, duendes o momias, o gokus, pícolos, o barts, homeros, o chicas superpoderosas, o shreks, o manis, diegos, perezosos…? ¿Será que las maestras creen que no es gracioso, divertido, placentero, enriquecedor hablar sobre esos temas con sus estudiantes y por eso deciden reunirse y hablar sobre sus propios temas entre ellas? Independientemente de lo que allí surja, ninguna de las dos opciones practico. Yo, por el contrario, prefiero estar con los y las estudiantes también en el descanso y sentarme a hablar o pararme a jugar y crear nuevos mundos a partir de lo que otras personas puedan creer que se traten de bobadas, banalidades, simplezas, ridiculeces de los niños y las niñas.


También es enriquecedor, complementario saber acerca del niño o de la niña en el descanso.

No hay comentarios: