viernes, 28 de mayo de 2010

* Autobiografía Investigativa

MAMOTRETO

Las dudas llevan máscaras
y causan temor cuando no se les enfrenta.


Prólogo

Desde tiempos inmemoriales el hombre ha creído en, digamos, dioses o en cualquier cosa que fuese superior a él y capaz de otorgarle respuestas a las preguntas que ni ellos mismos lograban comprender. Ahora, muchas de estas deidades, o de lo que sea que esté compuesta esa fuerza superior de la que él tanto habla, han comenzado a desaparecer conforme nuevos planteamientos y nuevas formas de pensar han surgido en su mente.

Es así como el hombre, al dejar de creer que existen las hadas y los hechiceros en los cuentos, decide actuar por sí mismo, a valorar su propio potencial, a brindarle latría. Pero no se trata esto de un acto de insurrección, los hechos confirman lo contrario: cuando no hay respuesta allá para una pregunta, la duda continúa aquí, girando sobre su propio eje, como la tierra alrededor del sol, quedando el hombre undívago, oscilante, perdido, intocable, como una abeja reina virgen.


CAPÍTULO PRIMERO Y TAL VEZ EL ÚNICO
¡Qué Dios te salve María, porque conmigo no ha podido!

Iniciaré admitiendo mi creciente escepticismo en cuanto a la creencia de que existe un ser superior a mí en algún cielo o en algún infierno, porque ninguno de los dos se ha atrevido a hablarme. A lo único que podría permitirle su superioridad sobre mí, en estos momentos, es a la misma naturaleza, pues ella, la que jamás podré retener ni controlar ni saturar, ni mi intención de hacerlo siquiera ha sido ni será, me hace sentir, y lo diré así: ¡de maravilla!, porque ella sí se ha atrevido a establecer momentos de discusión conmigo. Por eso me encanta observarla al horizonte cuando llueve mientras escucho Morning Grey de Lacrimas Profundere o Special Needs de Placebo o leo algo como Cumbres Borrascosas, de cuyo autor no recuerdo, o a Edgar Allan Poe o a Julio Cortázar. Me fascina, además, caminarla por los lugares donde ningún automotor ha sido capaz de llegar mientras me habla con su verdor, el cual me hace recordar que no me dirijo hacia ningún lugar y que verdaderamente voy pensando si la lluvia que vi caer será otra este año. Me maravilla, asimismo, observar las flores que giran al sol, descansar bajo la sombra de un gran árbol de eucalipto en el estío, escuchar el canto de los cuervos cuando reposan en las lápidas de los cementerios, contemplar la callada expresión de una mujer triste y nostálgica y escribir mientras soy perseguido y cubierto por el manto de las sombras en una silenciosa noche. Y si no es porque las lágrimas de mis ojos son tan reacias lloraría de felicidad en cada albor de la primavera y de tristeza en cada atardecer ventoso en el otoño.

Comencé a caminar desde el siglo pasado, desde los inicios de los ochentas, desde que me autoexilié de la tierra de olorosas esencias y de cantos epifánicos, desde antes que existieran mis tres hermanos y me convirtiera más adelante en su padre, por poco en su madre, desde antes de saber que antes de ellos tuve una hermana que prefirió morir sin jamás haber pronunciado una sola palabra durante la media hora que tuvo de vida en lugar de quedarse conmigo a presenciar desde aquí tanta sangre derramada sobre la calle donde han caído varios cuerpos; esa calle, mi calle Colombia; desde antes de darme cuenta de que el amor es un absurdo, un convencionalismo entre dos utópicos, dos visionarios cautivos dentro de la coraza de una manzana roja milenariamente podrida, desde antes de aprender a leer y a escribir y a sumar y a restar bajo el pálido y tibio candil de una vela en la mesa de la cocina al lado de mi mamá, desde antes de saber que me gustaría tanto el rock y la Gitana de Willie Colón y que me gustaría dibujar y pintar y que me gustaría la goticidad y la oscuridad y que me gustaría tocar guitarra y que jamás me gustaría llegar a tener fama, desde antes de saber que sabría tantas cosas como las que sé hoy, desde ese antes, comencé a caminar porque ando en busca de respuestas que ni en los libros he podido encontrar.

Lo que me mantiene atado a este mundo no es nada, porque no estoy atado ni ato nada. Tengo el permiso de nadie para construir y seguir mi camino. No necesito creer en las restricciones de quien me ignora, necesito creer lo que ignoro y lo que ignoro es lo que las personas callan, es ello lo que realmente me incita a continuar caminando hasta que por fin se canse y desplome mi cuerpo, ahí, donde sea, en la hierba, quizás al lado de los perros, y desvanecerme lenta, lentísimamente con su compañía bajo la humedad de una mañana.

Sin necesidad de transportarlos a tierras lejanas puedo decirles que, prácticamente, fui mi propio constructor. Fui yo quien, a partir de los cimientos de mis ancestros y con mis propias manos, erigió la cueva que habito. No una casa, un apartamento, un castillo, sino una cueva, porque es allí donde se oculta la verdad, en el interior de una oscura cueva, donde ya nadie quiere entrar, sé que hay algo a lo que le temen, pero, exactamente, no sé a qué será, tal vez a encontrar lo que nunca han querido empezar a buscar. En cambio yo, cuyo único y actual temor es a la necesidad, decidí adentrarme. Qué podría ocurrirme allí adentro, ¿ensuciarme? De qué, ¿de verdades lodosas? Entonces, ensuciémonos, todo, de pies a cabeza. Quien gira y gira siempre en torno a lo mismo terminarán secándose sus tierras y aguas que alguna vez fueron fértiles y limpias. Quien decide actuar, valorando su propio potencial, creyendo en sí mismo, no en nadie más, no, en sí mismo, tendrá la oportunidad de pasar de nivel en este juego que nos pone a jugar la vida, porque nadie vivirá por ninguno de nosotros ni nadie morirá por ninguno de nosotros. Hay quienes dicen que se parte desde un punto A para llegar a uno B, que lo sigan creyendo entonces mientras yo continúo también pasando por los puntos C, D, E, F, G… Me gusta jugar, lo admito. Igualmente pensar, pero pensar de verdad, no copiar ni pegar e ir, quizás, más allá del parafraseo. No. Me gusta la innovación; todavía puede suceder. Sólo basta con quitarle las máscaras a las dudas como principio; no sé en qué otros colores o aspectos aparezcan creando temor en las gentes, pero las mías son de tez blanca y sin cabello y de voz gruesa y fuerte; siempre han sido así por cualquier lugar y a cualquier hora por donde pase; muchas siguen siendo del siglo pasado y, aunque seniles, continúan conservando, intacta, su esencia.

Me han dicho que no parezco un ser humano. Es cierto. No soy un ser humano ni sueño con serlo, porque de pretenderlo tendría que ser perfecto. Como hombre prefiero ser una persona para tener el privilegio de poder actuar con libertad. Un ser humano tiene que ser humano y la fantasía ya no prima en estos tiempos, la realidad es lo único, es lo que importa.


*****

Para tomar cualquier decisión competente
basta con volver la vista al pasado, desde el presente,
para el fututo.

En raras ocasiones comparan mi apetito con el de un conejo; se debe a mi gusto por los vegetales, especialmente por la lechuga; que me comparen entonces si no tienen nada más que hacer. Siempre que ello sucede vienen a mi mente situaciones interesantes y debo admitir que me gusta volver a ese pasado verdoso cuando todo era sano y cómodo en las montañas, cuando para mí todo era aire puro en el campo, la vereda, cuando ni tenía conocimientos sobre las increíbles estructuras romanas, ni griegas, ni chinas, ni egipcias, ni sabía de lo que prometían los presidentes y vociferaban los políticos y murmuraban las guerrillas y susurraban los paracos y musitaban los abusadores y zumbaban los violadores y rumoreaban los infractores y exclamaban los papas, ni tampoco sabía de teléfonos, celulares, computadores, internet, ni siquiera del arte por el cual tanto abogo.

En ese tiempo yo era un niño y como todo niño vivía el presente y mi presente eran los bosques “encantados”, que quedaban a un costado de la casa, y me hablaban acerca de sus duendes, brujas y hadas. Por eso me gusta tanto recordar y, además, porque, y como dijo Vargas Vila en Aura o las violetas: “(…) traer el recuerdo (…) es un consuelo y un alivio en la adversidad”. Empero, ¿saben qué me dicen esos recuerdos, mis memorias? Afortunadamente más de lo que me diría cualesquiera personas con las que me encuentro ahora en la calle, el bus o el metro.

Mis recuerdos tienen una cualidad importante, una característica única y es que tienen la capacidad de hablarme, mis recuerdos sí hablan, realmente traen conciencia, bienestar e incluso cuando sigo la luz de la luna llena traen una agradable e inquietante nostalgia que también sabe hablar. En cambio, estas personas que no conozco y que me ven como un extraño no me dicen nada. Viven en un individualismo asfixiante, un mutismo ensordecedor. Lo que rescato de ellas, sin mucha satisfacción, es que por lo menos recuerdan un viejo adagio, el mismo proverbio que todavía hoy frecuentan mencionar los padres a sus hijos a temprana edad: “No hables con extraños”, y que hoy, seguramente, ni sabrán que la moraleja se hizo célebre por medio de una de las historias más famosas que le atribuyeron a Charles Perrault donde un malvado lobo termina devorando a una hermosa niña que gustaba vestir de rojo. Cuando vociferan tal sentencia no lo hacen a través de ese cuento, sino tal cual ocurre en la realidad, ya no utilizan metáforas porque estas requieren del pensamiento para descifrar a qué se refieren, para saber de qué es lo que están hablando entre líneas, y como es tan difícil y tedioso pensar, muchas personas, actualmente, prefieren beber a sorbos enormes la vida fácil: “Hijo, o hija, cuando vayas al centro, no se le vaya ocurrir hablarle a nadie, porque le pueden echar escopolamina para robarte, violarte o matarte”. “Hijo, o hija, cuando alguien te pida el favor de tocar un timbre o de marcarle un número en algún teléfono público porque es un enano y no alcanza las teclas, no lo vayas a hacer porque éstas pueden tener escopolamina y luego quién sabe qué te haga a ti”. Estos consejos han logrado quitar el habla a muchas personas, aunque no siendo los únicos factores.

Cuando observo a una persona que me mira como si yo fuera un gringo, inmediatamente recuerdo la moraleja de ese cuento infantil y, en seguida, recuerdo también mi segundo centro educativo, la Escuela Leocadio Jaramillo, esa escuela veredal, rural que no quiso aceptarme a los seis años para que empezara a cursar el grado primero sin importarle acaso que ya supiera leer y escribir ni sumar y restar: “Aún es muy pequeño para recibirlo en la escuela. Esperemos al año entrante”, dijo la señorita, porque en ese tiempo los y las estudiantes no llamábamos profesora o profe’ a la profesora. Y ni mis padres quedaron conformes con la respuesta.

Aquel momento en el cual pisé por primera vez la tierra de una escuela llevaba entre mis manos y recostado al pecho a mi amigo Topoyiyo; no lo soltaba ni para dormir; era el único ser diferente de la familia con el que mi padre me permitía interactuar sin temor a que algo malo me pasara; nos turnábamos para contarnos cuentos; nos escondíamos bajo una misma butaca cuando un extraño aparecía de pronto en casa y ocultos conversábamos quedamente; lo que nunca hice con mi primer hermano, jamás intenté relacionarme mucho con él porque siempre lo consideré el destructor de mis fantasías, mas sólo compartíamos nuestra misma afición al fútbol; y en el patio de cemento de la escuela mi amigo me preguntó que si también estaba triste porque la señorita no nos había dejado entrar a estudiar con los demás niños y las demás niñas y le respondí que sí. Ambos veíamos tras las puertas del aula cómo estudiaban esas personitas que nos saludaban. “¿Qué se sentirá estar allí adentro?”, le pregunté a mi amigo. “No lo sé. Pero te aseguro que también tienen muchas historias interesantes para contar”, me respondió. Imaginábamos cómo sería conversar con esas personitas y toda clase de juegos que podríamos practicar. Luego regresamos a casa completamente desilusionados.

Al año siguiente desperté temprano para tener mi primer día de clases. Estaba ansioso y nervioso a la vez porque ahora debía seguir caminando solo; mi amigo había muerto en un accidente fatídico: hubo caído en lo profundo de una fosa cuando intentábamos huir de una bruja que quería embrujarnos; ojalá estuviera aquí Gabriel, “El pintor de recuerdos”, para que pintara la mejor pintura que recuerdo sobre mi amigo Topoyiyo y también aquella en el instante en que mi madre me veía salir de casa rumbo a la escuela exageradamente organizado.

Mientras la húmeda hierba de la mañana impregnaba gotas de agua en mis botas azules, mientras cruzaba charcos y ascendía cerros, mientras perros ladraban desde lejos y la naturaleza se dejaba oír en el cenit de sus primeras horas y mis pulmones se embadurnaban con su aire puro, recuerdo que no dejaba de imaginar las historias que en la escuela podría hallar: “¿Será posible que esos niños y esas niñas también hayan vivido tantas aventuras como Topoyiyo y yo y que a la vez esas historias sean dignas de ser contadas y escuchadas?”, me preguntaba. Cuando al fin llegué a la escuela, inmediatamente, mi corazón comenzó a bailar un baile improvisado en mi estómago que ni yo comprendía. Creía que los demás niños y las demás niñas podrían verlo danzar a través de mi camisa y agaché la cabeza con la intención de que no lo notarán. Más tarde salió la señorita de su oficina y nos pidió que hiciéramos cinco filas frente a la efigie de la Virgen María, así: “Ustedes que son del primer grado, aquí y por orden de estatura. Ustedes que son del segundo grado, aquí y también por orden de estatura…”, y así continuó hasta el grado quinto; algunos de los niños y de las niñas con los y las que había jugado en algún visiteo a sus casas junto con mis padres, estaban en el grado tercero, y eran: Jhonardo (el hijo de la señorita), Edwin (el más inteligente de la escuela, un poco especial), Alexandra (la más hermosa) y Sorelly (la gordita y más divertida y que no parecía hermana de Alexandra). Y conmigo, en el grado primero, estaba mi primo Alejandro. Ya organizados y todos y todas en silencio la señorita nos dijo que ella era la profesora Teresita. Nos dio recomendaciones y habló acerca del comportamiento y las normas de conducta que debíamos respetar y cumplir tanto en la escuela como dentro del salón de clases. Luego rezamos un Padre Nuestro y cantamos la canción de la Virgen María y al fin pasamos al salón; un lugar muy similar a cualquier estamento rural: simple, sencillo, acogedor, ornado con afiches de cuentos infantiles clásicos que reconocía, y que me hicieron recordar a mi amigo Topoyiyo.

Todos y todas las estudiantes estábamos dentro de la misma aula, y si mal no recuerdo, creo que no superábamos las cuarenta personas. La señorita dirigió a cada grupo para que tomara su lugar correspondiente y de tal forma que todos pudiéramos compartir las dos pizarras verdes que tenía el salón. Y al cabo de un rato ya estaba preparado para emprender un nuevo viaje en tanto me cuestionaba por qué algunos niños y algunas niñas no acataban las órdenes de la señorita si ella había sido tan clara en ello.

Casi dos meses más tarde, y después de darme cuenta de que sólo yo era el más propenso a la fantasía, el único del grupo de amigos que le gustaba soñar e imaginar absurdos, la señorita citó a mis padres en la institución: “Lucía, Arnulfo, me temo que Leandro no es apto para el grado primero. Él está muy avanzado en relación con los demás y las demás estudiantes en cuanto a la lectura y la escritura, por eso les notifico que lo mejor será promoverlo al grado segundo”. Mis padres se sentían contentos, orgullosos, en especial mi madre, porque fue ella quien, verdaderamente, me enseñó los conocimientos básicos sobre lectura, escritura, suma y resta; su esfuerzo al fin fue reconocido, no importando que su método de enseñanza fuera el tradicional, es decir, en forma memorística, y por medio de fichitas en cartulina amarilla con las que me di cuenta de que al unir la letra “m” con la letra “a” suena “ma” y que al unir esa sílaba con otra, como “ma” o “pa”, se lee “ma-má”, o “ma-pa”; considero que hizo un buen trabajo, si tengo en cuenta que ella no tenía ningún conocimiento sobre cómo enseñar a leer y a escribir salvo la forma como ella misma aprendió. Asimismo me enseñó los números hasta el veinte y a partir de ahí descubrí los demás. Confieso que en algún momento creí que el paso de un grado a otro era de esa forma, tal vez por eso me esforcé tanto por avanzar, adelantar, ir más allá de los libros de texto e intentar llegar en los próximos dos meses al grado tercero y así poder estar con Alexandra, pero jamás ocurrió sino hasta que llegué al grado séptimo. A veces tomaba a escondidas una de las unidades de cualquier área y me salía de clases y me ocultaba en otra aula para resolver las actividades lo más pronto posible, hasta que la profesora se dio cuenta y me reprendió en lugar de apoyarme: “Jamás te vuelvas a salir de la clase ni vuelvas a tomar los libros de texto de esa manera y sin mi permiso”. “Señorita, es que quiero estar en el grado tercero en los próximos dos meses”, le dije. Ella se calmó y me dijo que eso era imposible lograrlo así de pronto. Le pregunté por qué y me respondió que todo se logra a su debido tiempo, en este caso, un año, y me explicó por qué me había promovido al grado segundo. Incluso preparó una evaluación con la cual me hizo entender que aún no estaba listo para avanzar al grado tercero. Me sentí frustrado: “Un paso a la vez”, fue lo que concluí. Para aprender a caminar bien y poder advertir los obstáculos en el camino hay que hacerlo “un paso a la vez”.

Una semana antes de salir a las vacaciones de mitad de año nos mudamos a Medellín, al barrio Castilla. Ingresé a otra institución, la Escuela La Unión. Una escuela mucho más grande, moderna, muy diferente a la anterior tanto en aspecto como en calor humano. La anterior escuela la sentía parte de mi vida, un segundo hogar porque permanecía las dos jornadas de estudio completas al lado de mis mejores amigos y la familia. Ahora, con la permuta del campo a la ciudad, tenía que dejar atrás los frecuentes visiteos a la casa de mis abuelos maternos y paternos y de mis tías y tíos y mis primas y primos y amigos y amigas para las vacaciones de mitad y fin de año. Cuánto odié ese cambio. Según mi padre, aquello era necesario para mejorar la economía de la familia. No lo comprendí, puesto que en el campo lo teníamos todo, un techo y el ganado y los cerdos y una huerta para sembrar y cosechar y además contábamos con la ayuda del Niño Jesús para cada medianoche de cada veinticuatro de diciembre de cada año.


*****

Lo peor que podemos hacer es no hacer nada.

De la tranquilidad al bullicio. Tuve que dejar de respirar el fresco aire que emanaba la naturaleza para respirar el contaminado aire que emanan los autos. Aún así, debía continuar. Tenía que adaptarme a otro nuevo mundo en una nueva escuela. Pero no estaba preparado para emprender ese nuevo viaje. No sabía cómo actuar en la ciudad ni cuáles eran sus normas de conducta, no sabía si eran las mismas que había aprendido en la otra escuela, no sabía nada y mis padres no me dijeron nada porque ese ser de tez blanca y sin cabello y de voz gruesa y fuerte nada me permitió que les preguntara.

Temprano me levanté extrañando la fría mañana del campo después de que finalizaron las vacaciones de mitad de año. Ya no había que calentar agua en la olla tiznada que se colocaba arriba del fogón de leña para bañarme con agua tirada porque ahora el agua la calentaba una enorme caneca blanca que se llamaba “el calentador de la tina de baño” y que se conectaba a la luz. Ya no tenía que llevar la lonchera ni colgarme en los hombros el termo con el chocolate caliente para el desayuno ni empacar la botella con el jugo para el almuerzo que traía impresa la imagen y el cuento escrito en bajo relieve del “Renacuajo paseador”, ahora, antes de salir, desayunaba algo rápido y me daban un billete morado de cincuenta pesos para que comprara algo de comer en la escuela si luego me daba hambre; teníase en cuenta que sólo iba a estudiar hasta el medio día y después debía estar en casa a la hora del almuerzo, pues en esta institución sólo se estudiaba una jornada, fuera en la mañana o fuera en la tarde; los cambios de jornada de estudio al principio no los comprendí; sin embargo, prefería estudiar en las mañanas.

Como a nadie conocía, a nadie le hablaba en la escuela. Los descansos los pasaba en el segundo piso observando el comportamiento de los niños y las niñas de la ciudad. Hasta que en algún momento, no sé cómo, me fui haciendo amigo de Jorge Iván. Se convirtió en mi mejor amigo de la clase y la escuela, con él podía compartir historias y crear nuevos mundos para salirnos de la rutina, hasta que en los tres primeros meses del año de 1992, ya ambos en el grado quinto, mi familia y yo tuvimos que mudarnos de nuevo, y ahora con otros dos tripulantes.

Medellín fue un lugar que generó y provocó en mí cantidades de cambios, retos, controversias, compromisos y nuevas responsabilidades distintas a las labores escolares. Y ahora que veo el lado oscuro de la luna, me doy cuenta que viví un momento muy similar al que vivió Helena, el personaje principal de “Una mujer de cuatro en conducta”, cuando decidió abandonar su hogar en Santa Elena para irse a probar fortuna a la creciente Medellín de su época. La diferencia es que ese era su sueño. La semejanza es que a ambos la ciudad nos golpeó fuertemente el lado más sensible del corazón, aunque los efectos fueron circunstancialmente distintos: a ella la humillaron, la embarazaron y la dejaron sola, la obligaron a pedir limosna y después del parto terminó prostituyéndose en una cantina en el centro de la ciudad y odiada y repudiada por todo el pueblo; murió en un convento siendo monja y siendo amada y adoraba por el mismo pueblo hipócrita que alguna vez la odió. Y en cuanto a mí, descubrí qué son los pecados y aprendí a quebrantar los que llamaron más mi atención, tal vez por eso mis padres quisieron que hiciera la primera comunión. Jamás he sabido para qué.

No hizo falta fumar marihuana para que esta ciudad me diera las cinco vueltas que alertarían para siempre mis cinco sentidos, los cuales han exigido, a través del interior de mi propia caja de pandora, que exprese la reacción ante tanta curiosidad que ocasiona la novedad, asimismo, reconocer las diferentes adicciones que cada calle, parque, esquina o extramuro provocaba, con o sin compañía.

Tampoco hizo falta beber cerveza ni aguardiente ni ron para embriagarme de todo lo que esta ciudad podía y no ofrecerme. Aunque la odiaba, descubrí la composición del mundo: las ventajas y desventajas y lo supuestamente bueno y lo supuestamente malo y lo que podías hacer y decir y lo que no podías hacer y decir con los amigos y las amigas dentro o fuera de la casa o la escuela.

En algún momento descubrí los mandamientos de la ley de la Sociedad y los mandamientos de la ley de Dios, al recibir un castigo tras quebrantar de cada entidad sus leyes, reglas o normas. Allí me di cuenta que en mi época, en el campo, todo era bueno, porque de eso no sabía, y, que en la ciudad, todo era malo, porque de eso sabía; sin embargo, existían algunas salvedades para lo que la sociedad y Dios creen que es malo, porque descubrí también que aún de la basura los gallinazos y las ratas pueden y logran alimentarse.

Todavía perteneciendo a un grupo de pandilleros, me gustaba escaparme a una biblioteca y coger un libro y ponerme a leer cuentos de Rafael Pombo y fábulas de Esopo cuando no quería conversar sandeces con mis amigos, banalidades, cuestiones ajenas de toda duda real. Comencé a clasificar las amistades: Jorge Iván, amigo y compañero de clase y escuela con quien podía hablar realmente de cosas importantes; Armando, “Chucho”, “Cusco” y Edwin, amigos y compañeros de la cuadra con quienes buscábamos pleito con otros niños que querían invadir nuestro territorio; Marisol, Cristina, Yuly y Clara Mileidy, amigas y compañeras de la cuadra con quienes también podía conversar sobre cosas interesantes, además de haber sido la primera fuente de cariño, comprensión objetiva y subjetiva acerca de la simpatía, el gusto por el sexo opuesto.

La ciudad me estaba volviendo loco porque en el campo no había mucho que conocer a diferencia de todo lo que hay por conocer en la ciudad: parques de diversiones, zoológicos, centros comerciales, rincones de marihuaneros, prostíbulos, cantinas, billares, bibliotecas… Entonces, para evitar el sanatorio, debía ingerir o inyectarme una dosis de su propia medicina.

Era un niño en aquella época, un niño enfrentándose al mundo solo mientras papá y mamá trabajaban, un niño que tenía que desempeñar, en ocasiones, el papel de papá y mamá con sus tres hermanos menores, un niño que era como el agua adaptándose a cualquier superficie que tocaba, un niño de campo viviendo en una ciudad que le enseñó a buscar respuestas en los libros y con las personas cada vez que ese ser de tez blanca y sin cabello y de voz gruesa y fuerte hacía de las suyas, un niño en tierra desconocida cuya actitud siempre fue de asombro, un niño que al tener contacto con todo despertó otros intereses: el estudio de un segundo idioma –inglés-, el dibujo, la danza folclórica, la lectura de las tiras cómicas en la sección Dominical del periódico El Colombiano, los videojuegos, la televisión, porque ya era a color, el dinero, la despreocupación, la irresponsabilidad, la deshonra, el desasosiego, la innovación, la experimentación…

Era un niño. En aquella época era simplemente un niño viviendo, simuladamente, en un barrio, el barrio Castilla, ubicado en una ciudad, en la ciudad de Medellín, la ciudad que me ocultaba las estrellas con sus luces artificiales, porque lo que más me gustaba era ver las estrellas cuando vivía en el campo, en cambio, en la ciudad, únicamente, una sola vez, las llegué a ver, a observar todas juntas y mucho más en el planetario. Quedé asombrado y desilusionado a la vez.

Tiempo después, mientras mamá, papá, mis tres hermanos menores y yo hacíamos las maletas para mudarnos a otro lugar, realizar otro viaje hacia donde indicaba la brújula, esta vez hacia el norte, para llegar a un pueblo, a Don Matías, al barrio Villa María, y dejando atrás, nuevamente, a tantos amigos y amigas, especialmente a Jorge Iván, aparecía, como siempre, ese ser de tez blanca y sin cabello y de voz gruesa y fuerte para decirme que no olvidara reflexionar sobre lo que había aprendido en la ciudad antes de comenzar a caminar otra vez. Le agradecí. Por primera vez estuve realmente agradecido con él. Debido a ello, a este ser, ya no le temía. Este ser comenzaba a convertirse en un amigo, porque un amigo, uno verdadero, está para acompañarte en la riqueza y en la pobreza, está para enseñarte a aprender acerca de la vida, está para enseñarte a aprender a aprender acerca del destino, y yo aprendí acerca del mío, acepté mi destino, acepté ser nómada.

Es cierto que, aunque odié, en un principio, haber llegado a la ciudad, admito que también me gustó porque aprendí de ella. Aprendí a vivirla con y sin temor, a recorrerla en el día, en la tarde y en la noche con y sin compañía, aprendí que ella tiene tanto conocimiento en sus calles como cualquier libro en sus páginas, aprendí a esconderme en las esquinas para escudarme en cada balacera como me escondo en las bibliotecas cuando no hay con quien conversar, aprendí a hablar su jerga, a actuar según sus normas, respetando y quebrantando, en ocasiones, algunas otras, aprendí a compartir, a reconocer a las buenas y a las malas personas sentadas en las escalas y de pie en los rincones, según como allí aprendí. Aprendí también que las respuestas para cada una de mis dudas no caen del cielo ni surgen del infierno, que tengo que salir a buscarlas, si es necesario y quiero y, además, tener contacto con lo que me cuestiona, por todo el mundo.

En la ciudad fue donde aprendí que la vida no es estacionaria, que la vida gira como la tierra misma, que la vida es hermosa y que cambia, quiera o no lo quiera, y tal causa afecta sea o no para beneficio propio nuestro cuerpo, mente y alma. Aprendí, por cierto, a defenderme y a confrontarla, aprendí que la vida, sea o no que la viva en la ciudad, crea, hace, forma, construye, des-crea, deshace, deforma, destruye, recrea, rehace, reforma y reconstruye lo antes creado, hecho, formado y construido, y asimismo han aprendido a comportarse el hombre y la mujer porque la vida así se los ha enseñado.

La ciudad me enseñó, igualmente, a descubrir los placeres y horrores de mi propia caja de pandora; su contenido fue el que me transformó, su contenido fue el que me despertó de mi estado de rem, su contenido fue el que me ayudó a comprender el significado de mi destino, de la realidad, de mis mismas dudas, de mis mismos cuestionamientos y formas de actuar, pensar, criticar, opinar, discernir, argumentar, interiorizar, exteriorizar, hablar con la verdad, y con la mentira, porque también en aquella época, en la que era un niño, un niño de campo viviendo en la ciudad, aprendí a hacerle a los demás lo mismo que ellos me hacían a mí y si no les gustaba les decía lo mismo que a mí me decían: “¡De malas!”. Y si había que pelear se peleaba, en caso de que el diálogo no ayudara a conciliar la situación.

Aprendí tantas cosas en los tres años que viví en la ciudad, cosas que jamás pude haber aprendido viviendo en el campo que tanto añoro. Empero, en ocasiones, cuando hablo con ella, con Leandro, con mi otro yo, con esa rubia de nariz respingadita, nos hubiese gustado nunca haber aprendido tanto, porque tanto conocimiento es, a veces, perturbador; saber tanto alimenta la mente, pero saber tanto también la desequilibra, la lleva a dudar nuevamente, dudas que la mente pretende responder avariciosamente; para algunas personas el conocimiento se convierte en una droga severamente adictiva; sin embargo, no todas las personas quieren saberlo todo, algunas prefieren seguir siendo engañadas, otras prefieren el beneficio de la duda, quizás, porque temen conocer acerca de la verdad, o saber acerca de la verdad; la verdad acerca de algo.


*****

Buscar siempre nuevas sensaciones, sin privarse de nada.

En fin. Después de graduarme de la escuela seguí caminando y muchos senderos diferentes recorrí, solo, en ocasiones con algo de compañía, de la buena y de la mala compañía. Aprendí eso en la ciudad, aprendí que por cualquier calle que circulara y de cualquier calle por donde pasara podía aprender lo que esta enseñara. Seguía descubriendo el mundo, un mundo que, aunque regocijante, mantenía sus desconciertos.

Llegué a un momento en el que dejé de preocuparme por sacar buenas notas; decidí secretamente, a partir del grado séptimo, a preocuparme, más bien, por mejorar la calidad de mi conocimiento en lugar de cuantificarlo; descubrí que eso no me ayudaba en nada, hasta que llegué a la universidad, a la Universidad de Antioquia; allí sí que premian el esfuerzo académico, dan un incentivo, así sea económico, por mantener un promedio estable, como sucedió conmigo, pues, calladita, en voz baja, la universidad me otorgó una beca, la cual me he esforzado por mantener en pie; en el colegio eso jamás sucedió, el único incentivo me lo daba yo mismo, con puño y letra y con basto esfuerzo y sufrimiento, sufrimiento que obviaré narrar, a no ser de que quieran sufrir por mí, pero sé que no lo harán, a qué jesuses, hijos de Dios de hoy en día, les importa el padecimiento de un extraño, porque a mí tampoco –sí lamento el padecimiento de un niño o el de una niña-, empero tampoco crean que es ese mi lado oscuro, no, para nada, es solo que de cada sabio con el que me he encontrado meditando arriba de una roca, por cada aldea que he visitado, me ha permitido comprender y dar forma a las experiencias propias y un tanto a las ajenas; por cierto, de esa clase de racionalidad es de la que también habla Henry Giroux.

De cada sabio he concluido que jamás debo darle la espalda a los problemas, que de cada error puedo continuar adelante, comenzar un nuevo principio, si eso quiero, vaciar la taza una vez llena, revelar el rostro de cada duda y someterlas a juicio, a uno sentencioso y condenarlas a arrastrar el peso del verdadero significado de la justicia –no hablo de la justicia que no hay en Colombia-, pues, así como ellas me juzgaron, intentando amedrentarme, así han sido y serán eternamente por mí juzgadas.

En repetidas ocasiones, después de graduarme, esta vez del colegio, intentaron establecer una colonia, intentaron crear un frente nacional, una revolución, las dudas se alzaron en armas: tomaron botellas llenas de un líquido incoloro asquerosamente fermentado e intentaron escindir la luz de la antorcha de mis sueños, porque descubrieron que seccionados no iluminarían con tanta intensidad los caminos de este andante. Es cierto, lograron enfermarme, porque esa agua transparente estaba envenenada, pasé años intoxicado tumbado en cama sin que ningún doctor, chamán o brujo pudieran hacer algo. Comencé a delirar; creyeron que estaba loco, verdaderamente loco; los psiquiatras destilaron la contaminada agua incolora.

Durante ese tiempo las impurezas corroyeron mi cuerpo, lo carcomieron, lo agujerearon. En medio del complejo abandono al que me sometieron elaboré un nuevo sistema de comunicación unidireccional, personal, privado: creé en mis adentros la palabra aguja y la palabra hilo y empecé a suturar cada herida, cada hendidura, cada grieta, cada fisura y sin ninguna instrucción, así cambié mi rostro, mi apariencia, el color de mis ojos, la sonrisa, el comportamiento y mi forma de pensar, de ver el mundo, la realidad; mi destino. Aprendí a caminar de nuevo, exactamente como hube aprendido antes: “un paso a la vez”, para aprender a caminar bien y poder advertir los obstáculos en el camino hay que hacerlo “un paso a la vez”. ¿Cómo pude haber olvidado eso? Fácil. Los cambios imprevistos, la falta de preparación, una visión reducida, disminución real del lenguaje, permanecer siempre callado, mudo, sin comprender cuándo es perentorio permanecer callado, mudo; estar quieto.

Después de ese ser de tez blanca y sin cabello y de voz gruesa y fuerte, que es la sabia personificación de la duda, mis dudas, conocí a la extraordinaria diosa de la paciencia, quien me relató, y relataré, una fábula relacionada, a propósito, con mi destino:

“En cierta ocasión, se encontraba una araña de campo acostada en su telaraña con la mirada fija al cielo. De repente, un mosquito que volaba distraído quedó atrapado en las redes de este tejido. La araña, al verlo, no hizo nada, y volvió la vista al cielo. Aun así, el mosquito, asustado, se sacudió tanto para zafarse, que perdió una de sus delgadas patas, y huyó maldiciendo al arácnido.

Al día siguiente, la araña todavía estaba allí, mirando contemplativamente al cielo cuando, de pronto, aquel mosquito distraído quedó atrapado, nuevamente, en las redes de la tela de la araña.

-¡Qué curioso ha sido tu destino! –le dijo la araña, recobrando el ánimo”.

¿Cómo es posible que algo así haya sucedido frente a mí y no me diera cuenta? Llegué a la conclusión de que el cómo de las cosas no sería suficiente, sino, también, recurrir al por qué de las cosas; incluso el para qué, el dónde, el cuándo y el quién o para quién o para quiénes, todo ello, resultaron ser la base para continuar edificando, solidificando el constructo de mi existencia en la sociedad.

Dejé de lado las limitaciones. Vacíe cada una de mi saco, dejándolo limpio y, en su lugar, aparecieron las posibilidades, múltiples de posibilidades para cada cosa que me fueron convirtiendo en una persona más activa y crítica, más indagadora.

Por cada aldea por donde he pasado, cada anciano sabio me ha ofrecido fumar de la pipa de la paz. No tengo idea acerca de la clase de narcótico que me dan a fumar, pero sí sé que por cada fumada me siento más relajado y, a tal punto, que llego a apreciarme en un mundo lleno de paz, en un mundo donde soy capaz de reflexionar pacientemente sobre cualquier duda. Es de tal manera como he aprendido a racionalizar, a organizar las ideas, a sistematizar las enseñanzas, a normalizar los pasos de este caminante. Y a propósito de caminantes, antes de que se me olvide, recuerdo lo que Antonio Machado me dijo una vez: “Caminante, no hay camino, se hace camino al andar”.

Sé que todos los caminos son favorables cuando el caminante decide salir a caminar sin rumbo fijo. Sé, además, que para algunas personas, esto es atemorizante, aventurarse de esa manera, anclarse a una visión del mundo inspirada básicamente en el discurso que representa o se basan las dudas. A través de mi experiencia como nómada, como errante, como viajero, como vagamundo sé que las dudas causan temor cuando no se les enfrenta. A través de mi experiencia como caminante jamás inicio un camino si sé a dónde voy a llegar. Soy caminante y caminar es por siempre mi destino. Y cuando salgas a caminar, mientras camines, escucha:

“Caminante, no camines si sabes a dónde vas a llegar. Eres caminante y caminar es por siempre tu destino, así es que dedícate simplemente a caminar sin preocupaciones
sobre el asfalto o la tierra blanda, sobre las piedras o los cadáveres que ha dejado la guerra, sobre la verde hierba o el desierto, sobre la fría nieve en el invierno, sobre las frescas flores en la primavera, sobre las hojas secas en otoño o sobre la ardiente arena de la playa bajo el sol en el verano dejando huellas que pronto borrarán las olas del mar y el tiempo, para que nadie nunca se entere que pasaste por aquellos lugares caminando sin un rumbo fijo.

Caminante, no dejes caminos al andar, si lo haces, procura no mencionar los caminos o los lugares exactos que pisaste, deja que los demás caminantes aventuren sus propios pasos sin necesidad que los lleves de las manos.

Caminante, camina, y no dejes de caminar.”

Cada meta, cada objetivo, cada propósito está subsumido en el camino, por eso mi única preocupación es nunca detenerme, es seguir caminando, sé que en el camino podré lograr o alcanzar cada meta, cada objetivo, cada propósito que me he propuesto, que me haya trazado; cada sueño a hacer realidad: aprendí a tocar guitarra, estuve en una banda y compongo mis propias canciones; dibujo y pinto; creé un gusto particular por la lectura y la escritura; quisiera dedicarme a la peculiaridad de mi propio arte; ser profesor surgió a partir de mi destino y me ha dado gusto enseñar, enseñar todo lo que he aprendido en la vida; todo lo otro que la vida continuará enseñándome y que me permitiré aprender, eso, en algún momento, también pretendo enseñarlo.

Este último camino es el más arduo y, a la vez, reconfortante que he empezado a caminar, es el camino más largo, pero tan placentero ha sido caminar los miles de kilómetros que he recorrido, que por eso lo continúo caminando, es el camino que me ha permitido querer saber acerca de lo que me gusta querer saber, es el camino que presenta tantas y tan distintas vías para caminar…

Todo camino tiene sus riesgos y contratiempos, pero también tiene algunos desvíos, desvíos que he sabido cómo aprovechar. No gusto comportarme como tantas personas quisieran que me comportara, porque si me comporto como ellas quieren o exigen que me comporte, entonces en dónde debo sitiar la forma como yo quiero comportarme. Si no entienden o no quieren entender ni comprender ni aceptar mi destino, tendré que decirles lo que metafóricamente me están diciendo entre líneas, tendré que decirles lo que aprendí de niño en la ciudad: “¡De malas!” O, en últimas, exigirles lo mismo que me quieren exigir. ¿Lo aceptarías?

Desde mucho antes he sabido que debo preocuparme por mí mismo; preocúpense por ustedes mismos y ustedes mismas que yo sé cómo actuar frente a cada búsqueda que deseo. Hay que aceptar las diferencias en un principio, aprender a convivir con ellas, así como yo lo hago al convivir con ustedes, y si en determinado momento no se logra entablar una equidad, hay que salir a caminar, de lo contrario, esa visión tradicional, en la contemporaneidad, acrecentará nuevas limitaciones, reducirá la universalidad a una unicidad: “No se preocupen que yo sé de lo que están hablando”.

Estas discusiones, que a veces se prestan para malos entendidos, son debido a mi calidad de nómada. Siempre ando en busca de nuevas sensaciones e intento no privarme de nada, de nada que no sea benéfico para mi sangre, mi sangre que quiere seguir siendo roja, eso sí. Sólo la sangre de color azul armoniza con mi sangre de color roja porque, al fusionarse, crean el mejor color de la vid, así embriago los placeres y las pasiones de mi sentir.


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La única manera de deshacerse de la tentación es ceder ante ella

Desde finales del siglo pasado, hasta ahora, he vivido más de diez mil días y cada uno cuán diferente al anterior, y cientos de ellos los he vivido en lugares que, de cierto modo, han resultado ser igual de diferentes. No entraré a discusión, pero imagínense todo lo que una persona ha podido experimentar durante todo ese tiempo, haciendo, sin querer hacer, historia, una historia que muchas personas no conocen, que otras ni querrán ni se atreverán a conocer, donde otras pocas sólo conocen ciertos capítulos, los más bonitos; no obstante, esa no es mi preocupación. Mi actual esfuerzo implica luchar por influir, positivamente, en las demás personas, concretamente, en los niños y en las niñas que habré de educar posteriormente en alguna institución, si el destino así lo quiere; aunque esto no significa que no lo esté haciendo en estos momentos sin contar con un aula de clase, como afirmo: no sólo en los libros está la verdad, también la puedes encontrar allá afuera.

Alguna vez me preguntaron que cuál había sido el mejor día de mi vida y no supe qué responder. Si bien me siento demasiado contento con ser profesor, aún sin título alguno, sé que el día más feliz de mi vida, y así lo que mencione a continuación no tenga nada que ver con lo que acabo de suscitar, será cuando, y por última vez, logre ver las estrellas como solía verlas en la quietud del campo en mi niñez.

Ser profesor no estaba dentro de mis sueños, de esa profesión se encargó el destino. El oráculo alguna vez me sorprendió jugando a la escuelita con mis hermanos y mis amigos y supuso, entonces, que sería una bonita experiencia para mí. En ello tuvo razón, ha sido bonito ser profesor y ha sido así de bonito porque me ha permitido conocer, o por lo menos saber, acerca de lo que piensan, coherente o incoherentemente, toda clase de personas sobre lo que les inquieta en la vida. Ha sido bonito, igualmente, compartir con los y las estudiantes que he tenido a mi cargo, porque de cada uno y de cada una, en su momento, he logrado aprender cosas nuevas. Ha sido igual de bonito verlos y verlas crecer; o verlos ya crecidos o verlas ya crecidas. También ha sido bonito escuchar a los y a las estudiantes que todavía se acuerdan de este loco y andariego profesor taxista, profesor rockero, profesor poeta, profesor nómada, profesor artista, entre otros calificativos que me creaban estos mismos y estas mismas estudiantes que he visto crecer, que he visto ya crecidos y ya crecidas, casados y casadas, o en unión libre, y con bebés en sus brazos. Asimismo, ha sido bonito que ellos y ellas hayan sido la fuente de mi inspiración, en varias oportunidades, para mis creaciones artísticas, e investigativas. De igual forma ha sido bonito aconsejarlos y aconsejarlas cuando se acercan para que les dé algún consejo. Ha sido muy bonito acompañarlos y acompañarlas, aún por cortos períodos de tiempo donde he tenido la oportunidad de tenerlos y tenerlas a mi cargo en sus cantos, en sus llantos, en sus momentos de inspiración, de rebelión, de discusión, de perdón, de aceptación… En verdad que sí ha sido bonito ser profesor.

Ser profesor me ha permitido saber de peritos y peritas en la materia el tiempo que llevo estudiando en la universidad. Allí, y sólo allí, a través de ellos y de ellas he incrementado enormemente mis conocimientos con respecto al área de lenguaje. Esa ha sido mi mayor satisfacción, aprender no sólo sobre lectura y escritura, sino también a observar, a indagar, a cuestionar, a criticar, a opinar… y no sólo a nivel general, igualmente, a nivel específico.

Ser nómada me ha ayudado bastante en mi profesión, sobre todo cuando debo adentrarme a investigar alguna luz que destelle y llame la atención en el interior de alguna que otra cueva, pues, para obtener los resultados requeridos, sé que no debo limitar esfuerzos sino cuando estos lo ameriten, de no ser así, estoy dispuesto a caminar los kilómetros que sean necesarios.

Desafortunadamente, hay momentos en que ese ser de tez blanca y sin cabello y de voz gruesa y fuerte me detiene con gran fuerza y me lleva a cuestionar muy seriamente con respecto a si debo hacerle caso a mis sueños o a mi destino. Me he visto tentado a cometer cierta atrocidad, como lo verían algunas personas. Me he visto tentado a seguir un único camino; caminar los dos senderos, al mismo tiempo, no es una propuesta asequible. Cada uno amerita su propio y particular esfuerzo por mantener viva su llama. Mantener vivas las dos llamas en una ventisca es algo dificultoso. Podría unirlas y así crear una sola llama, pero a la final, ¿la una no estaría apagando a la otra?

Deshacerme de la tentación, cediendo ante ella, es una buena forma de saciar o buscar cierto grado de calma o de sosiego. En ocasiones, y lo admito sin decoro, tal premisa me ha brindado momentos tan placenteros y desorbitadamente únicos, que nada más importa sino ese momento, el preciso momento de gozo, de sensación momentánea, de satisfacción temporal, de complacencia efímera; de corta duración, pasajera. Ceder ante la tentación es una sensación tan efímera como la vida de un insecto efímero, tan efímera como lo que sientes cuando te despiertas y ya quieres que acabe el día, tan efímera como la sonrisa que tenías hace una semana y ahora no sabes dónde está. Ceder ante la tentación siempre será una solución efímera, de corta duración, pasajera. Ceder ante la tentación siempre será un interés efímero, de corta duración, pasajero. Pero ceder ante la tentación, a pesar de todo, es tan placentero.

En cualquier otra situación aceptaría ceder ante la tentación cada vez que se presentara, pero estoy hablando acerca de mis sueños y mi destino, el primer camino es tan importante como el segundo. Si ahora tomo una decisión radical, es posible que más adelante recuerde este momento con una gran sonrisa en mi rostro o con una nostalgia que me provocará un millón de lágrimas. Me queda poco tiempo para tomar una importante decisión, me queda poco tiempo para pensar verdaderamente acerca de cómo podría funcionar, olvidando el hecho de que ya nada funciona, si unificara las dos vertientes, o seguir caminando un tiempo por alguno de los dos caminos y esperar que, un día, no importa cuándo, no importa cómo, los dos alcancen a unirse.

El manejo de un grupo es una tarea trabajosa y delicada, el control disciplinario, la responsabilidad por educar, de educar y hacerlo bien, de hacerlo por un bien social y cultural, no por un bien capital o maniqueísta, es una tarea trabajosa y delicada. Me daría pena si en algún momento decido seguir sólo mis sueños, porque ser profesor es muy bonito.


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Deshojemos las Margaritas, pero no los girasoles.

Mi estadía en la Universidad de Antioquia ha sido fructífera. Toda flor diferente al girasol ha desaparecido. Se necesita de un tallo tan firme como tan fuerte que sea capaz de sostener y a la vez de girar tan enorme y delicada corola cada vez que sus pétalos sienten frío y que con esmero buscan siempre el calor del sol. Así me siento en este instante, como un girasol.

En estos momentos tengo dos soles, uno a la derecha y otro a la izquierda; ambos me brindan el calor que requiero, si vuelvo a la derecha o si vuelvo a la izquierda. Creo en las posibilidades, por eso, creo que algún día, posiblemente, esos dos soles colisionen y formen uno nuevo; o que ambos desaparezcan tras chocarse, es otra posibilidad. Como a todo, habré de dejarle una parte, tan solo una, al tiempo. La otra la utilizaré para continuar realizando mis búsquedas acerca de la verdad, la que me interese investigar mañana, o pasado mañana, o cualquier día cuando se aparezca ese ser de tez blanca y sin cabello y de voz gruesa y fuerte pretendiendo asustarme, asaltarme con sus dudas. Afortunadamente ahora cuento con la compañía de una extraordinaria diosa para hacerle frente.

Este camino que decidí recorrer no tiene fin, no pienso crearle ninguno, porque mi destino es ser un nómada, un caminante, un vagamundo, un errante, un viajero, un andante… hasta que la muerte al fin me alcance y me detenga, si antes no se cansa de seguirme los pasos tan traicionera amiga palidecida de ojos hundidos. Si algún día llega a suceder, también le diré: “Contra ti, ¡oh Muerte!, entero e invicto, me lanzaré”.

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